Raúl Ramírez Jurado
Las
veredas de yerba muerta rodean al silencio, atrapando el canto
afligido de los montes. Con llanto el niño Teófilo, reclama al
cielo por ver miles de peces muertos, a otros agonizando y flotando
en el río. Le preocupa lo que su abuelo dijo: otra vez no vamos a
comer elotes.
Los tonos verdes del
paisaje juegan con las sombras que caen sobre su cuerpo cubierto de
hojas marchitas, flores sin color y la tristeza de los árboles.
Asesinados por tractores del progreso que van rajando la piel de la
tierra.
Los
Jaguares, guardianes de alas en vuelo, desconsolados culebrean el
espacio de vapor y brisa nocturna en la tierra de Veracruz. Donde
descansa desde hace siglos a la orilla del río un Teokalli de
piedras labradas, grises y cenizas. La insistencia del sol les da
vida aunque todo es soledad y silencio. El cuerpo quieto del niño
desapareció entre las piernas demolidas de un árbol. Teófilo
duerme y duerme… sueña y sueña con todos los animales que
habitaban esta tierra, antes de que sus rutas naturales fueran
destruidas, por hombres ambiciosos que han cubierto de asfalto los
montes.
Los
duendes exóticos juegan en la pirámide atravesando las paredes de
bruma y pedernal. Alegres bajan de los cerros por la ruta de lo
cierto sin ser invocados por sus amigos campesinos. Gustosos cuidan
el cuerpo del niño quien aparentemente duerme, ellos saben que está
haciendo un viaje que no debe ser interrumpido.
- ¡Hijo! ¡Teófilo! ¿A dónde te metiste? Condenado chamaco, últimamente anda muy extraño. ¿A dónde se habrá metido? Ya se lo he dicho, que no ande jugando carreras en los barrancos, con ese burro que ya está viejo. ¿O será eso de la cueva que encontramos el otro día? No sé qué le pasó. Nomás se la pasa pregunte y pregunte por esos dibujos que hay adentro. Ahora, a cada rato quiere ir. Esas figuras de símbolos antiguos le despertaron algo en su cerebro. Eso lo está volviendo loco.
El abuelo de
Teófilo, desesperado camina de un lugar a otro sin lograr dar con
las huellas del niño ni del burro. Aunque pasó varias veces cerca
de Teófilo nunca lo pudo ver, tampoco a los duendes que lo cuidan.
Ellos sonríen por la desesperación del abuelo y porque están
seguros que nada le pasará al niño. Mientras el abuelo sigue
buscando, a Teófilo se le aclara el sueño en el centro de un lago
de agua cristalina y peces de colores. Ahí sobre el agua lo reciben
dos hombres vestidos de manta. Él niño atrapado en la penumbra de
su conciencia, siente que ahí, su sueño es más real que la vida
misma. Los dos hombres lo conducen al salón de una pirámide, lo
visten de manta y lo llevan en una lancha hasta la orilla del lago.
Brincan del bote para introducirse por mucho tiempo dentro del monte.
Impresionado, escucha voces armoniosas salidas de los arboles; es el
canto de animales y aves dándole la bienvenida. Después de un rato
le pidieron que se sentara bajo la sombra de un ahuehuete para
descansar. Él seguía hipnotizado por el canto armonioso que brotaba
en ese lugar. Los dos hombres iniciaron la caminata, Teófilo siguió
atrás de ellos hasta llegar a una vereda. Era un camino angosto,
hecho de piedras pequeñas, que atravesaba en medio de unas piedras
gigantes. Ahí está de nuevo en la cueva, donde lo había llevado su
abuelo, pero por otra ruta. La reconoció por las figuras que estaban
en las paredes. Toda la noche estuvo aprendiendo de los dos hombres
de manta.
El abuelo cansado,
con la ropa rasgada y llena de tierra, se lamentaba doblando entre
sus manos el maltratado sombrero de paja. La desesperación por no
encontrar al nieto en toda la noche, casi lo lleva al llanto.
- ¿Por qué lo dejé solo? Yo creo ya se me escapó. A lo mejor se le metió la idea de ir a buscar a sus padres. ¿Pero a dónde puede ir mi muchacho con apenas doce años? Él nunca ha salido del rancho… Ahora qué le voy a decir a mi hijo cuando pregunten por él. Todo por estas tierras que ya no dan nada, desde que metieron la condenada autopista. Pobres de mi nuera y mi hijo, tuvieron que ir a la capital para darle más a mi nieto, que quién sabe onde andará ahorita. ¡Teófilo! ¡Teófilo! ¡On tas, contéstame!
Así se la pasó
gritando toda la noche; perdiéndose en la oscuridad, con el coro de
las chicharras y el sonido del río.
Al amanecer el
anciano angustiado, levantó la mirada al cielo, azotó el sombrero
ya destrozado y pidió al sol que ya asomaba por atrás de los
cerros: ¡Por favor cuídamelo y dame fuerza para encontrarlo! Al
término de su ruego, llegó un ligero viento, levantando arena del
rio revuelto con polvo de cemento, residuo del asfalto que exterminó
en tres años jitomates, chiles y algunas especies de insectos. Ese
polvo tóxico, movió las hojas que cubrían a Teófilo. ¡Hijo! -
gritó el abuelo inclinándose para recogerlo, creyendo que había
sufrido un accidente. El niño se incorporó antes que lo tomara el
abuelo y lentamente sacudió sus ropas.
- ¿Abuelito que hacemos aquí?
- ¡Eso es lo que yo quisiera saber! Desde ayer te ando buscando. Mira cómo estoy todo revolcado y tú aquí muy tranquilo… Lo extraño es que por aquí pase varias veces y nunca te vi. Bien que lo recuerdo, por esas raíces del árbol que arrancaron esos salvajes de las máquinas.
Teófilo,
afligido y sin dejar de ver al abuelo a la cara, le dijo señalando
con el dedo:
- Aquí estaba sentado en esta piedra, mirando cómo los peces reventaban de sus panzas por el veneno que dices que tiran los del ingenio. Clarito escuchaba cómo el sonido del río se convertía en palabras de quejas. ¡Sí! oía cómo se quejaba el agua cuando pasaba frente de mí, dirigiéndose al arroyo en donde nace el agua. Ahí mero donde se juntan y se hace el remolino: Yo sentí algo aquí adentro de mi pecho y me dieron ganas de llorar y lloré. Luego me vino un desguanzo y me quedé dormido pensando en lo que me decías, en por qué ya no llueve. Creo no me quedé dormido. No me lo vas a creer abuelito todo fue como un viaje, vinieron dos señores y me llevaron. Pero luego te cuento, deja que me acuerde bien.
Los dos quedaron
callados y pensativos. Teófilo rompió el silencio y preguntó.
- ¿Por qué dijiste que otra vez no íbamos a comer elotes? ¿Entonces no sirvió de nada que te ayudara a sembrar?
- ¡Ay! hijito, cómo explicarte algo de lo que nosotros los mayores somos culpables; y todo por no enseñar a nuestros hijos lo importante de hacer las ceremonias, de pedir el agua para que llueva.
- ¿A poco tú hacías ceremonias para que lloviera?
- ¡Claro que sí, pero no creas que yo solo! Éramos todos los campesinos de las parcelas, participaba toda la familia. Era muy bonito.
- ¿Dime, cómo era eso? - preguntó Teófilo apurado, sin quitarle la mirada suplicante, a la cara del abuelo.
Garraspando la garganta y apenado contestó: ¡Uuuy! hijo, a
ver si me acuerdo, pos’ esto ya tiene muchos años; pero pon mucha
atención, porque a lo mejor tú vas a tener que continuar estas
costumbres de los pueblos antiguos. Claro, si quieres comer elotes y
no solo eso, también frijoles, calabacitas y hasta chiles.
Teófilo se acomodó
sobre las raíces del árbol para escucharlo. El abuelo se arrimó a
un lado de él, botando sus guaraches que ya le molestaban por la
caminata de toda la noche. Después de un suspiro largo dijo.
- Los que sembrábamos nos poníamos de acuerdo para darle lo necesario al Nahual. Ese hombre era un sabio, el de más conocimiento en yerbas medicinales y otros fenómenos que producía, también tenía el poder para conectarnos con la naturaleza. Todos ya reunidos, le entregábamos masa, un té de cualquier yerba dulce, que hacíamos con agua del arroyo. Tenía que ser del arroyo porque ahí nacía y para nosotros era sagrada. También dábamos gallinas, guajolotes y una bebida de maíz que le llamábamos pozoltl. El nahual previniendo, dentro en su morralito traía jícaras, velas de cebo, maderitas de ocote y copal. Ya todo listo, él se encargaba de hacer un altar. Con maderas que él mismo cortaba, improvisaba una mesita en medio del terreno, en donde se iba a sembrar el maíz. Con cantos en náhuatl iba haciendo su ofrenda sobre la mesa con flores. Ponía imágenes de santos y un poco de comida que ya traía preparada; en el centro de la mesita, de frente a las personas acomodaba tres jícaritas, una con agua, otra con sal y la última con miel. Rodeando el centro de la misma mesa, en cada esquina colocaba una velita de sebo de diferente color, que señalaba el rumbo de los vientos; en el centro otra más grandecita, que representaba al sol. Según esto, cada viento por su lugar tiene su color. No creas que nada más las ponía así porque si. Mientras él hablaba con los guardianes del lugar, las mujeres iban adornando la parte de arriba del altar con arcos de ramas forradas de yerbas dulces, hojas grandes y flores silvestres. Cuando ya estaba el altar terminado, con sus ajuares daba comienzo la ceremonia con rezos católicos dirigidos a los santos. Las oraciones las decía en la lengua que antes se hablaba en este lugar. Poco a poco se iba perdiendo la claridad de las palabras, hasta que se dejaba de entender. Aquí comenzaba lo mágico: los rezos ya no eran cristianos, eran oraciones al fuego, a la tierra, al aire y al agua. Pero eso nadie lo sabía, nada más los mayores. Luego con el sahumador, hacia movimientos en cruz de izquierda a derecha para limpiar el espacio en donde estaban nuestros cuerpos; el humo y aroma de copal lo envolvían al caminar. Por momentos el hombre desaparecía. Clarito se veía cómo algo se lo llevaba y lo regresaba: su cabeza hacia movimientos de gato montés o de tigre, su mirada era de venado y su cuerpo danzaba como una plumita arrullada por él viento. Él decía palabras que la naturaleza entendía, pero nosotros ya no. Y nos dábamos cuenta porque en ese momento llegaban parvadas de pájaros de muchos colores a nuestro alrededor haciendo muchos cantos. El viejo sabio ya había logrado conectarnos con la naturaleza. Durante toda la ceremonia algunos niños hacían sonidos de animales, principalmente de ranas que simbolizan el agua; otros imitaban chachalacas para llamar con graznidos el agua. Al final de la ceremonia, el Nahual daba la espalda al altar y con una jícara aventaba el pozoltl hacía atrás para darle de beber a los vientos y a los guardianes eternos del lugar. Terminando esto, dábamos gracias y comenzaba la comida. Siempre al mismo tiempo que comíamos caía una ligera llovizna, aunque no hubiera ni una sola nube. Esa era la señal de que sí llegaría agua para la siembra. A esta ceremonia se le llama “Pedimento de agua al Señor del Trueno o a Tlalok”.
- ¿Y con eso ya llovía? - preguntó Teófilo recargando su cabeza sobre el abuelo y mirando al cielo.
- Claro mijo, nunca nos falló.
- ¿Y quién era ese hombre sabio de tanto poder?
- Con un carajo, pos quien más, pos tu tatarabuelo… Pero desde que murió ya nadie quiso hacerla; más cuando llegaron los de esas religiones, que todo lo que no entendían decían que era cosa del diablo. ¡Si no hacemos ceremonia para la próxima temporada, otra vez nos vamos a quedar sin elotes!
- Ahora que me dices todo eso de las ceremonias ya recordé lo que soñé en el viaje. Esos hombres que me llevaron, me dijeron que yo tenía que hablar con las nubes y que tú me tienes que enseñar. Pero eso no era lo principal, primero teníamos que recuperar nuestra identidad y que tenía que ser pronto. La verdad, a eso ya no le entendí. Luego me siguieron explicando los dibujos de la cueva. Algunas cosas son lo que ya me has explicado. Como lo de la luna, según su posición se trabaja la tierra. Pero todo lo demás eran puras cuentas. ¿Te acuerdas de los dibujos, las grecas, círculos de colores y triángulos? ¿Ah y esas caras de señores con plumas en la cabeza? Bueno, me dijeron que los círculos son los planetas y que todo estaba acomodado en cuentas de trece en trece; y, según como se alineen, es el comportamiento del los humanos, de las plantas y los animales. Y que los hombres antiguos de estas tierras se mantenían dentro de esa armonía, logrando entonarse con el lenguaje del universo, eso era la integración a la identidad de todo lo que existe. Pero que nosotros ya habíamos perdido todo: identidad individual, colectiva y universal. Ahí es donde me hice más bolas. Y ya no entendí nada. ¿Qué es identidad, abuelito?
El
abuelo sonriendo dijo.
- Esa misma pregunta le hice a mi abuelo cuando escuché esa palabra de un señor que era amigo de él. Yo era niño, más chico que tú; se la pasaron toda la noche hablando de la identidad y de un viaje que debía hacer mi abuelo. Al otro día le hice la misma pregunta que me acabas de hacer. Su respuesta fue tan sencilla; hasta creí que me estaba vacilando. Me mando al pozo, en donde está el manguito y me dijo: Mañana te vas al pozo a las doce del día y trata de encontrar tu cara en el fondo. Ahí vas a ver qué es la identidad -
Y ahí estuve al
otro día mirando el fondo. Primero vi todo obscuro, lentamente fui
distinguiendo la pared en círculo con sus piedras naturales, poco a
poco se me fue aclarando la vista y logré ver hasta el fondo. En ese
largo hueco al final, el agua estancada se comenzó a mover
ligeramente haciendo olas muy pequeñas; luego, entró el reflejo del
sol por mis hombros rodeando mi cabeza; el fondo era un espejo hecho
pedazos en movimiento. Enseguida vi el reflejo de mi cara, el
movimiento de esas pequeñas olas me hacían sentir que mi cara
estaba abierta en varias partes. Y ahí, adentro de mi cara, logré
ver los recuerdos escondidos que tenemos los seres humanos. Primero
me espanté, luego me dio tristeza y me entró la necesidad de querer
despertar todas esas cosas dormidas dentro de mí. Me incorporé
inmediatamente y corrí hasta el rancho para que mi abuelo me
enseñara a seguir despertando, pero cuando llegué él ya había
muerto. Ya de grande entendí que toda su enseñanza ya vivía dentro
de mí, y entendí que la identidad individual es encontrarse a sí
mismo, para saber qué es lo que ordena dentro en nosotros. La
oscuridad de nuestro pozo la tenemos que iluminar con sabiduría para
iluminar nuestro camino, solo así llegaremos a nuestro verdadero
rostro. Imagínate, sin identidad cómo podremos integrarnos a la
naturaleza. Las caras de esos hombres con plumas que hay en la cueva
son los guías del comportamiento. Son energías representadas y
viven dentro de nosotros, pero en este momento se encuentran
dormidas, ya hay que despertarlas.
Teófilo
sintió otra vez ese desguanzo del sueño y comenzó a dormir, con la
voz entrecortada preguntó: ¿Y tú cómo sabes eso abuelito… quien
te siguió… enseñando?
Cuando
contestó el abuelo el niño ya estaba medio dormido y entre sueños
escuchó la respuesta.
- Hijo, todo lo sabemos, sólo hay que recordarlo. Ese es el gran legado que nos dejaron nuestros antepasados por haber nacido en estas tierras… ¡Condenado muchacho ya se volvió a dormir! Yo creo éste va a ser el que despierte la razón en los hombres. Él es como me lo decía mi abuelo: Llegará el día que un hombre ocasione el despertar colectivo. Y yo que no quería mostrarle los conocimientos hasta que los mereciera, pero creo éste chamaco se adelantó, pos ni modo ahora a enseñarle. ¡Teófilo, Teófilo, párate ya vámonos!
Cuando despertó el
niño, se echo a los brazos del abuelo y llorando le dijo: ¡Tú eres
uno de esos hombres que soñé y que me llevaron al viaje! ¡Tenemos
que hacer las ceremonias para que vuelva a llover!
En
ese momento llegó el burro, Teófilo lo acarició por el cuello. El
abuelo lo arreó haciendo chasquidos con la boca y les dijo: Vamos,
vamos, ya vámonos. Los tres se perdieron en la loma, envueltos por
el polvo y dejando atrás el río, que por un momento calmó su
tristeza llevando alegría al arroyo en donde nace el agua.
Precioso!
ResponderEliminar¡Bravo! Me encantó
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